viernes, 7 de octubre de 2011

Mel Gibson renuncia a La Pasión de Cristo



Pasión: impetuosa inclinación o preferencia muy viva por algo.

Así como no hubiese querido que se le hiciese una película como la que tanto alaban hoy los cristianos, tampoco Jesús hubiera deseado –con impetuosa inclinación– que la piel de su cráneo fuera perforada por 30 espinas, mucho menos recibir azotes de un flagelo con puntas de plomo que desgarran la piel dejando no sólo las inevitables contusiones, sino también dolorosas escoceduras con sus respectivas estrías producidas por las correas de cuero en cuyos extremos estaban amarradas. No hablemos de lo que siguió después de recibir los 225 latigazos contabilizados en la sábana de Turín, pues eso simplemente ocupa un párrafo en la historia de nuestro mundo (que está tan ensangrentado como lo estuvo todo el cuerpo de Jesús); más bien pensemos en la ironía de que en los trescientos años posteriores de este hecho, los romanos persiguieron a los que creyeron en Cristo haciéndoles lo mismo que a él, hasta que Constantino, "santo" de la santa iglesia católica (a pesar de que estranguló a su esposa e hijos), adopta como religión oficial de Roma el mismo movimiento por el que mataron a tantos seres. Pero el extremo de lo absurdo no termina aquí, sino que esta religión católica perfeccionó sobremanera las técnicas de tortura con máquinas “orgullo” de la ingeniería de la santa inquisición.


Lo lamentable es que el ser humano, tras dos mil años del famoso genocidio en nombre de Cristo, no se ha humanizado por el hecho de presenciar, o conocer a través de la historia, las inenarrables barbaries de la que es capaz su prójimo: prójimo que no cambiará por ver el castigo tan brutal inferido a un hombre inocente sino que correrá en dirección contraria al dolor como lo han hecho los miles que abandonan las salas de cine apenas comienza la flagelación. Lo cierto es que todo esto no cambiará ni por los valientes masoquistas que se quedan en las butacas ni por los débiles ni sensibles que se marchan de la sala. Nada cambiará por otra película más ni por una menos, ni por las efímeras palabras que ahora escribo... 

Por eso, en medio de esta profunda inconsciencia, lo único que le queda al hombre en su infinita vergüenza es una verdadera entrega a su destino, aunque éste lo conduzca irremediablemente a cargar su cruz. 

No creo que Dios quisiera jamás que un hijo –cualquiera de nosotros– pasara por las atrocidades que millones han sufriendo al igual que Cristo. Él no escribió ese trago amargo de la vida de su hijo y tampoco esa grandiosa vergüenza que llamamos historia. Sencillamente, y vaya si lo lamentó, no pudo apartar esa copa que tuvo que beber Jesús. Lo que sí escribió Dios –y es en donde quiere que nos concentremos– fue lo que ocurrió antes y después de la pasión, antes y después de cualquiera de las acciones inhumanas hechas por los hombres, dejando muy en claro que es allí donde Él obra en nosotros y que esa breve interrupción de tanto dolor infringido por algo realmente maligno, es como los cortos dolores de parto de una madre que después disfrutará de una larga vida junto a su ser amado, tal como lo dijo en una parábola el Maestro. Recordemos que así como una mujer busca parir para tener un motivo para vivir en esta tortura que es la existencia en la tierra, asimismo debemos nosotros preñarnos de sufrimiento para nacer de nuevo en Dios y descubrir, con esta única forma, para qué realmente existimos. Quiero poner este ejemplo: hay una parturienta pronta a dar a luz, y una comadrona asistiéndola. Todos sabemos quien es la que va a parir al niño. Ahora bien, yo veo a los “cristianos” como comadronas que creen que con presenciar el parto tienen algún derecho sobre el niño, o cumplen con la cuota de dolor necesaria para tener derecho a la vida que Jesús ofrece. Creen que logran con un parto virtual una realidad espiritual. Pareciera que en cualquier procesión (incluyo ver “La pasión de Cristo”) en la que se “re-presente” la vía dolorosa, el crédulo asegura expiar con dicha catarsis sus turbaciones, o cree que con su imaginación está participando en ella, o está cumpliendo con la palabra “si con el árbol verde hicieron esto, que no harán con el caído” pero sin querer caer. 
El miedo confunde, y la fe desentraña la verdad, y la verdad es que el cristiano tiene miedo a sufrir , tiene pavor a “parir”, a pesar de que el espíritu le indicará, sin contemplaciones, que sólo por el camino del sufrimiento podrá llegar a Dios; pero el “cristiano” está muy lejos de tener un grano de esta fe.


Yo tengo fe en la práctica, en que la fe son obras, y que sin hechos todo se queda en palabras. Por eso, al ver a Mel Gibson hablar con las profundas palabras de un devoto cristiano perteneciente a una de las tantas iglesias de Cristo que existen, yo pienso que si tan siquiera practicara las cortas líneas del evangelio –que al joven rico entristecieron– que rezan: “Vende todo lo que tienes, dalo a los pobres, y tú ven y sígueme”, entonces, y solo entonces, algo sí cambiaría en la historia de Hollywood: no sólo por el hecho insólito de que Gibson consiga renunciar a todo lo que posee, sino por tan basto acto de fe que sacudiría a todo el globo con la fuerza poderosa del ejemplo, ejemplo que sería infinitamente mayor a su fama. Pero –y se repite nuevamente la historia–, hasta ahora lo único que a cambiado es el bulto de la cuenta bancaria de Mel (que sobrepasó los 900 millones de dólares recaudados después de su inversión de tan sólo 35), gracias a nuestro aporte de dinero y, por qué no decirlo, también a las lágrimas derramadas en el cine por los “buenos creyentes”.


¿Se imaginan ustedes a Mel Gibson caminando sin un peso por toda el mundo, llevando el mensaje de Dios como lo hizo y manda el buen hijo de Nazaret?
No lo hizo ningún Papa, ningún político, ningún empresario, ningún actor... sólo Jesús.
Por lo visto tendremos que hacerlo algunos de nosotros.

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