miércoles, 28 de marzo de 2007

PARIR UN LIBRO


Hoy es un día como cualquier otro: de nacimiento y muerte, de muerte y nacimiento. Mi primer libro dejará de vivir en mi computador portátil para, tras una especie de inseminación artificial, habitar en el ordenador de la imprenta que, cual partera, lo va a asistir en su nacimiento. Digo inseminación porque lo llevaré en mi paint drive convertido en probeta, y nacimiento por lo asertivo de Nietzsche al afirmar que la única forma que posee un hombre para experimentar lo mismo que siente una mujer en un parto es escribiendo un libro; por lo tanto, después de “embarazosos” meses, espero que mi hijo nazca bien y no vaya a ser uno de esos niños que desde sus primeros días son inoportunos e intolerables; de discordancias verbales y rostros mal impresos.

Al traspasar la puerta de la imprenta fecundé a la criatura, y en la salida (¡ahhl fin!) reconquisté mi soltería, mi simplicidad, mi libertad. Nunca imaginé que esa misma noche, al llegar a casa, se terminaría tan pronto mi paseo por la recuperada realidad.

Después de tanto tiempo, tras andar con el manuscrito bajo el brazo, cual pesada cruz de mi vía crucis de ser publicado por “los otros que sí saben”, terminé llamado por todos “autor-editor”. En realidad –quiero confesarlo– soy como esas impúberes que se ven en las paradas de los buses con sus bebecitos en los brazos, aprendiendo recién a sacar gases y doblemente mantenidas por sus padres (a veces creo, muy en mi fuero interno, que pedí a los abuelos se encargaran de su nieto para poder librarme rápidamente de él). A pesar de todo lo que mi conciencia me recriminó, sentí esa mañana el alivio vivificado de la dilatada parturienta, esa mezcla de orgullo y animalidad que se siente por expulsar y entregar a la vida un ser, pero con la certeza del miedo de toda madre... el pavoroso miedo que produce el riesgo de que Dios se le antoje llevárselo mucho antes de gatear.


Mientras me alejaba del retén de tinta donde dejé a mi retoño, otros tantos sentimientos encontrados hacían colisión en cada esquina que cruzaba: el re-nacer del reo que traspasa la reja de la silenciosa prisión; nostalgia de ya no sentir dentro de mí el crecimiento de un embrión; alegría de no ver más su rostro multiplicado en espejos enfrentados; desconcierto al saber que corría mi sangre por sus venas y a pesar de eso ya en nada me pertenecía. Me lo advirtió muchas veces Barthes: “ese sabotaje turbulento de la literatura, ese arte que tiene la estructura misma del suicidio y cuyo estilo es la manera de existir de un silencio”. Me lo repitieron los dos más conocidos por sus ventas: “Escribir un libro es sumamente difícil. No se lo desearía a mi peor enemigo” (Dan Brown). “Escribir es una de las actividades más solitarias del mundo... Me posee un sentimiento de vacío, de alguien que ha acabado poniendo en palabras aquello que debería haberse guardado para sí mismo” (Paulo Coelho). Cierto, cuantas veces pensé en no salir embarazado, y después, incluso, en abortarlo (hacia dentro)... Pero ya el mal estaba hecho. Eso sí, no se repetiría. Ahora toda esta verdad dentro de mí, que se afana en seguir gritando y que tanto le cuesta cohabitar en la mentira de mi mundana existencia, la ahogaré en mi silencio, la guardaré en mi aposento secreto, encerrada tras una “T de cobre”, o dopada con pastillas anticonceptivas. Jamás volveré a entrar a este infierno de parir, de escribir otro libro. Estaba decretado: NUNCA MÁS.


Llegué a casa como a las nueve de la noche, y me movía una felicidad eufórica hacia la computadora, sabiendo que por fin consumaría ese momento esperado por meses: pulsar sobre todos los archivos y mandarlos directo a la papelera de reciclaje ¡Cuanto espacio recuperaría en la memoria! Ese sonido de papeles arrugándose limpiaría los oídos de mi alma, ya apagados de tanto escuchar ecos de correcciones interminables, relecturas girando en un eterno retorno, voces demoníacas burlándose de mi riguroso trabajo perdido (No importa, si la primera edición quiebra, ya tengo las palabras de Tarantino de protector de pantalla: “No creo que haya nada que temer. El fracaso ofrece grandes recompensas en la vida de un artista”). ¿Será esta edición mi recompensa tras el rechazo de cinco editoriales y no se cuantos concursos? ¿Será igualito al libro de García Márquez, una muerte anunciada? La verdad me la dijo una escritora amiga que aún no lo ha leído: “Puede ser muy bueno... como puede ser muy malo”. Pero claro, ¿cuál madre podría saber que será su pequeño en un futuro? Puede terminar siendo un sastre en Quinta Crespo, o quizá un Sartre que deja con los crespos hechos a los noveles suecos; un Manual del Guerrero o un soldado llenándose de tinta en la imprenta de la EFOFAC; o finalmente un doctor corrupto o un taxista honesto (o viceversa). Pues, sea lo que sea, ella vociferará: “ No se metan con él, ¡es mi hijo, carajo!”.

Entré a mi improvisado estudio (la llamada “trinchera-cabañuela” por mi gran amigo Frank Ziccarelli) y encendí la portátil. Agarré el mouse con el mismo pulso con que hambrientos agarramos un buen libro o un “guapo doble con queso”. Me fui directo a “Mis documentos”.

Allí observé de nuevo a mi primer hijo, por milésima vez, con amor-odio, radiante cual carpeta amarilla, como un sol que dejaría de dar la luz que despertó todos mis sueños. La abrí porque quería ver completamente cada una de sus pecas en forma de W. Las tecleé a toditas para hacerlas desaparecer del “world”. En un segundo todas quedaron oscurecidas de azul oscuro, con sus títulos blancos prefigurando la piel de un muerto, listas para encerrarlas definitivamente en acero inoxidable de morgue. Ahora, por vez primera, yo sentiría lo que Hemingway comparó con matar a un león...

Entonces (¿por qué siempre hay un “entonces”?), cuando me percaté de lo que estaba por hacer, me detuve de ipso facto. Mi dedo índice quedó sobre la tecla “Supr” como si éste fuese el botón rojo de una película jolibudense de plena guerra fría. No pude. No pude hacerlo. Éste era realmente mi primogénito, el niño de mis ojos dañados de astigmatismo por él mismo, el que descreído vi crecer contra todos los pronósticos, penurias e infamias. En cambio el otro, el que se toparía muy pronto con editores, libreros, lectores, críticos, homólogos durmiendo a su lado en estantes, era sencillamente un “clon”... Borrar del mapa a mi verdadero hijo (del mapa del único país en el que he podido ser un feliz refugiado), creyendo que con aquello podría olvidar y descansar de lo que me costó criarlo hasta aborrecerlo, sería la más clara demostración de una paternidad irresponsable.


Finalmente, con toda la responsabilidad del mundo –una nueva y madurada– decidí esa misma noche darle un hermano (insólito), uno que llenase el espacio vacío que, a pesar de su tan cercana presencia, éste dejó. Entonces me desnudé (todo escritor es un confeso masoquista) y asombrosamente, inexplicablemente, me encendí otra vez acostándome con mi “esposa soledad”, que reaparecía virgen, anhelada, revivida en un nuevo documento, en un espacio sin horizonte en el que nuevamente me perdería en medio de su pura e insondable blancura.

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